lunes, 18 de mayo de 2009

La Teoría de los Lugares

Corrientes y Callao. Sábado a la tarde. Típico bar porteño. Uno pide un café o una gaseosa y tiene el derecho a permanecer durante horas en la misma silla. Un refugio de la realidad a un precio accesible.
Mientras beso el cortado, miro a la gente y saco conclusiones. Ya estuve sentado antes en la misma mesa. Eran otros tiempos, momentos de risas y felicidad. Ahora estoy solo.
Me doy cuenta que así como yo tengo mi propia historia en el lugar, esa mesa –esa madera– ha sido testigo de pequeños acontecimientos en la vida de la gente.
Estoy sentado en el sitio exacto en que alguien cortó con su pareja, o confesó su homosexualidad, o leyó el final de su novela, o se enteró que iba a ser madre, o que estaba enfermo, o planeó un asesinato, o dijo te amo, o simplemente pasó el rato.
Pienso en que el mismo razonamiento aplica para los hoteles alojamiento, las butacas de un ómnibus, de un cine, de un teatro. Nuestra existencia debe transcurrir en la misma escenografía. Es parte del sentido de las cosas. Es el pequeño truco del Señor.
Para pasar en limpio: los lugares se repiten, cambian las situaciones y las personas. Si vuelvo al patio de mi escuela primaria, seguro va a ser más pequeño que en mi recuerdo.
Mis padres me mostraron el lugar en el que se conocieron 30 años atrás. Esa baldosa no significa nada para el transeúnte cotidiano. ¿Pero que sienten los protagonistas del momento? ¿Nostalgia, melancolía, tristeza? Podemos descartar la felicidad.
El viejo de al lado lee el diario con interés. La pareja cercana a la ventana está tomada de la mano. Hablan en paz. La chica de la boina, sentada un par de mesas enfrente, se refugia en su laptop y bebe un jugo de naranja. Creo que Internet es un remedio contra la soledad.
Miro fijo a la ventana y descubro mi destino. Me asusto. Un tipo de impecable traje me observa fijo a través del vidrio que da a Corrientes. Unos 60 años, sombrero y sobretodo, canas hasta en las cejas, cara de enojado. Entra al bar y se sienta a mi lado. Me dice que lo escuche. Ve mi expresión y me pide que no tenga miedo.
Le digo lo que pienso. Confieso mi Teoría de los Lugares, la influencia de los mismos en nuestros actos, la estúpida lógica que nos obliga a ser felices en aquellos contextos en los que antes lloramos. Le digo que no me voy a callar.
El tipo se pone más serio y me llama por mi nombre. Esto me asusta aún más. No sé cómo reaccionar. Saca un par de pastillas, dice que las tome. Me enfurezco, grito y le digo que no quiero sus drogas de mierda. Que ya vi lo que está pasando. Que no nos van a engañar más.
La gente se amontona, me mira como a un loco. La chica de la boina cierra su laptop y se va. La pierdo para siempre. El viejito se muestra compasivo y la pareja se abraza. La chica solloza.
El tipo me agarra fuerte. Yo sigo gritando, espero la ayuda que no viene. Y el tipo también grita. Diego, soy tu papá. Pero no lo escucho. Y con las piernas pateo las sillas. Diego, soy tu papá. Y el Lugar me absorbe. Y viene lo negro. La oscuridad absoluta.

1 comentario:

Greta Dalman dijo...

La Teoría de los Lugares merece su reflexión. A medida que el entorno avanza sobre uno mismo, el propio pensamiento parece desvanecerse, disiparse. Es el resto el que prevalece, con los detalles más ínfimos. Una buena mirada absorbe la partícula más diminuta, pero sí. Es cierto. Se modifican las situaciones en la Teoría de los Lugares. Se solidifican ideas centrales y naturales, comienzan los efectos no deseados y las influencias de un ambiente poblado por personas humanas y microscópicos organismos.
Qué llamativo ese Señor, ése que aparece como arte del Destino, ése que pide ser escuchado cuando el que habla es uno. Parecen las voces de la conciencia más profunda. Ofrece pastillas y eleva su voz. Algunas personas continúan su vida y otras no. Deciden marcharse. Ese hombre de sesenta años provocó lo que anhelaba.
Logró transformar el entorno, prosiguiendo con la Teoría de los Lugares.

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