sábado, 9 de enero de 2010

La carta que espera




Un hombre sueña con el futuro. 2015 es el año. Plaza de Mayo, el lugar. Hagan cuentas, sale solo. Sí, año de elecciones. Pancartas, gente por todos lados. El hombre se sorprende de estar allí. Nunca participó en política. Nunca gustó de lo masivo, evitó cada recital internacional en estadios de fútbol.

Desde el balcón de la Rosada habla un sujeto. Es joven, pasará por poco los 40. Traje impecable, sudor humano. El micrófono realza su voz. Con claridad, con firmeza, agradece el apoyo popular. Habla de porcentajes, habla de victoria.
En determinado momento, el tipo de traje abandona las frases repetidas. Rompe el protocolo. Dice haber encontrado una carta en un baúl viejo, de madera barnizada. “Procedo a leerla. Creo que vale la pena. Es la hora y el lugar”. Y comienza:

Tengo la sabiduría de Borges en mi archivo de Word. Contemplo el mismo cielo que miró San Martín. Piso un Plaza repleta de historia, de muertos, de patriotas, de torres de paja recubiertas de cemento. Grito los mismos goles y canto el mismo himno que todo un pueblo.
Vivo en crisis económicas constantes, veo bailar en la tv, leo las mismas páginas de los diarios, chequeo los mismos emails. Camino por calles afrancesadas. Y españolas. E italianas. Pero somos argentinos. De pura cepa, con defectos y virtudes.
Quizá nuestro verdadero problema es que nos creemos menos que los demás. Como nuestra moneda, estamos devaluados. Llevamos una mochila de historia a cuestas. Tenemos cuerpos en el río. Bebés que no lloraron. Armas que siguen disparando.
Pero también tenemos un destino de grandeza, un pueblo capaz, una tierra rica, un clima benigno, un socio estratégico. Y debemos confiar en que las nuevas generaciones no repetirán los errores del pasado. Ya los conocen, sabrán esquivarlos con sagacidad.
Unámonos, argentinos. No salvemos nuestro propio pellejo. Salvemos el de todos. Mantengámonos juntos. Ayudemos a los que lo necesitan. No miremos para otro lado.

El hombre detiene su lectura. La plaza está en silencio. El que sueña observa extasiado a su alrededor. Nadie toca el bombo, nadie hace sonar los silbatos. El impacto es fuerte: las palabras, la dicción pausada, las verdades de una Nación tiradas al aire, todas juntas, simples, desnudas.
Miles de rostros expectantes. No es preciso comentar. Sólo aguardar la siguiente oración. Y el de traje continúa:

El último apartado es un mensaje especial para aquellos argentinos que tienen la responsabilidad de gobernar: sientan la calle, asesórense menos, caminen más, prediquen el ejemplo. ¡No olviden nunca que ustedes vienen del pueblo, son pueblo y administran para el pueblo!

La plaza rompe en aplausos. Miles de aplausos coordinados, simultáneos. Ojos vidriosos. No de alegría. De esperanza. Esta vez, fundada. Real.

El político retoma el micrófono. “Aún no he determinado quién ha escrito estas líneas”, dice. “Pudo haber sido mi padre, no lo sé con certeza. Pero ha llegado a mí y hago propias sus palabras. País, padre: haré de nuestra resurrección el propósito de mi vida. Confío en ustedes. Confíen en mí. ¡Vamos Argentina!”

La pasión es total. Se respira porvenir, cambios, compromiso.

El hombre que sueña deja caer una lágrima. Ya no sabe qué es real. En la vorágine, se convence de que está viviendo ese momento. Es parte del público, siente los empujones y la tinta de los libros de Historia.
Vuelve a su llanto, a su emoción. Porque hacía rato que la política y sus exponentes habían dejado de significar algo para nosotros.
Pero esta plaza es distinta. Y en palabras o pensamiento se comunica, dicta su sentencia: estamos con usted señor Presidente.

El hombre despierta confundido. Está en su habitación, lejos de políticos y plazas parlantes. Es 2010. Tiene 37 y vive en Monserrat.
Un día se mudará y revolverá recuerdos en un sótano. Encontrará un baúl viejo, de madera barnizada. Una carta lo esperará en su interior. Y un destino marcará su futuro.

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