sábado, 26 de abril de 2008

Te llevo a Caballito

Jovencitas quinceañeras desfilan por Acoyte y Rivadavia. Deambulan, se dejan ver. Se muestran cómodas en una noche que no les pertenece.

Dos de ellas visten short. Piernas blancas, firmeza de juventud, pureza de dudosa virginidad. Hoy en día sería ingenuo pensar en inocencia genital. No hay culpables en la sociedad del sexo.

Göttling tenía una excelente manera de definir a los tacheros: “espaldas que hablan”. Subí sobre Rosario e indiqué coordenadas exactas “Venezuela y Entre Ríos”. Pensé en lo caro de la bajada de bandera y en lo triste de mi destino cuando la espalda pronunció, “estas pendejas vienen cada vez más zafadas”.

Las chicas en cuestión -las que juegan con fuego y amanecen mojadas-, se contorneaban al compás de una música inexistente. Un concierto de bocinas rimbombantes festejaba su paso. Los automovilistas, dueños de pensamientos sabrosos y recuerdos felices, manifiestan su hombría y excitación con cuanto ruido disponible encuentran en sus vehículos. También gritan y proponen. Retrucan y van al mazo.

La espalda sabia, tatuada de calles y sentido común, dueña de noches y soledades, se mostraba convencida “cualquiera de estos se las lleva a la cama”.

No respondí ni recuerdo qué pensé. Sólo se que dije “retome Acoyte, por favor.”.

La anatomía volteó y descubrí al hombre –efectivamente lo era-. Su rostro, repleto de sorpresa y reprobación, se leía como un libro. Percibía su asco, sentía el rechazo. Habrá pensando en mi edad, en mi sucia mente, en mis más recónditas fantasías. Pero dobló. No era el poder del dinero. Era el olor a la aventura.

Tras una vuelta manzana veloz, las alcanzamos. Volvieron sobre sus pasos para cruzar Rivadavia y frenar en Yerbal. El alumbrado público las iluminó mejor. Eran tan niñas en sus rostros. Eran tan mujeres en su andar.

El auto se detuvo, pedí que esperáramos allí. Un hombre de treintitantos se acercó a la más alta. Ella sonreía, jugaba a ser femme fatale. Jugaba a ganarles a las demás. Sus ojitos se insinuaban, su cuerpo decía no sé.

El estéreo pasaba “Nowhere man”. Los Beatles, banda sonora de mi vida, me daban otra lección. Siempre sentí pena por el personaje de la canción. Ahora me daba cuenta que siempre fui ese tipo. “Making all his nowhere plans for nobody”.

El reloj marcaba $10.23. Mi corazón se aceleraba, no sabía de minutos ni de Economía. El tipo tomaba a la nena de la mano. Seguramente le prometía una velada más íntima. Le hablaría de su cachorro de dos meses, al que podría acariciar toda la noche. También fumaría lo que quisiera en su balcón terraza con vista al río.

La escena me tenía como voyeur privilegiado. La espalda pensaba en la debacle social, en la masturbación colectiva, en el reloj que se posaba en $15,58. Casi suspiró cuando dijo resignada: “¿Dónde estarán los padres?”.

Pagué con el billete más alto que tenía, dije “espere”, salí rápido y cerré despacio –como indicaba el cartel-. Los nervios de punta, el corazón en la mano, el cuchillo entre los dientes. El puño cerrado, la advertencia precisa, el grito, su nombre, Sofía, mi Sofía. El hombre cayó, no le convenía levantarse y no lo hizo.

“Mamá y yo estamos preocupados, nos vamos para casa”. Sólo una persona sonreía en ese taxi. Sí, era Espalda, quien tuvo su aventura y volvió a creer –al menos por una noche- en que no estamos tan mal, después de todo.

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