Su libro empezaría así: “mató por causas biológicas y trata de subsistir. Un condenado a muerte, un miedo que nos obliga a separar. Separamos lo que no sirve, lo que asusta, lo distinto, lo envidiado, lo mortal”.
Digno comienzo de un ensayo profundo, un policial negro, un drama singular. Pero Matilde simplemente escribía por escribir. El viejo truco del dictado divino (o andar por la borda, o engañar al Word). Ella, madura periodista en busca de la obra culmine, la palabra correcta.
Fragmentos de experiencias que catalizan, que reposan en un lodo cotidiano. Quiere brillar y dejar en la tierra un legado. Ser reconocida en vida, admirada a la vuelta. Obviamos el “muerta” y el triste final
Trabajar en la redacción del diario más importante era un sueño a los 26. Un desafío a los 32. Una debacle a los 50. Las hojas de la gloria no acompañan su vitrina; sólo caen en otoño.
La magia ocurre cuando menos uno se lo espera. Llegó la oferta de universidad privada. Los alumnos escuchan, las clases enseñan. Si se educa, se llena. Y no hay música de fondo que supere a la melodía del momento. Los acordes que nos hacen saber que el destino nos encontró.
La docencia tapó agujeros. Rebalsó sangre. Ambiente perfecto para lucirse, para ser admirada, para contarle al mundo a qué vinimos, para dejar una marca.
Mi alumno el Premio Nobel. Mi pupilo el Presidente. O simplemente, “puso el celular en vibrador para escucharme”. No importa. Sólo sabe que la gente joven no bosteza en 90 minutos y eso es suficiente.
Hay esperanzas, hay generaciones que sabrán informar, que nos comunicarán lo importante o que simplemente escribirán sin faltas.
El gato maúlla y rasga la alfombra. El departamento de Matilde destila soledad. Un sachet de leche reposa en la heladera en compañía de una ensalada del chef y un cuarto de pollo deshuesado.
Tampoco importa. Matilde no irá a cenar hoy. Sale con Lambertino, el de Historia del Siglo XX. Curiosa forma de ponerle punto final al pasado (de maldad insolente). Ya no hay quien lo niegue.