- Hijo mío - comienza el padre - el protagonista de esta historia es un hombre grande y fuerte, así como yo. Al salir de la ducha matutina, sin ojotas, sin alfombra, resbala y golpea muy fuerte la cabeza. Pero el dolor se diluye rápido y su día continúa normal. Oficina, trabajo, almuerzo, más trabajo, vuelta a casa.
Por la noche, antes de la cena, se recuesta en su cama y queda profundamente dormido. Cuando abre los ojos está en un lugar diferente. Blancura total. Es el último en una fila de 5 personas.
Llega a un artefacto rojo, igual al de las farmacias. Saca un número y entra en un salón. Se sienta al lado de un señor canoso.
Hay más gente, pero nadie se mira entre sí. No habla ni pregunta nada. Se limita a esperar su turno en ese ambiente desconocido, parecido al del consultorio de un médico. Ya le aclararían la situación.
Advierte que las personas que ingresaron no han vuelto a salir de la oficina. Se asusta y se convence de que todo se trata de un mal sueño.
Llaman a su número. La secretaria lo recibe y le abre la puerta del despacho en el que desaparecen los supuestos pacientes.
Un señor mayor, de boina, cigarro y barba, lo saluda con cordialidad. Lo invita a sentarse y comienza una charla amena, con preguntas directas y bien dirigidas.
El protagonista se relaja, se siente escuchado. Habla de su vida, sus afectos, las pasiones, el fútbol. No tiene la necesidad de cuestionar lo que estaba pasando ni preguntar en dónde se encontraban. Surgiría más adelante. Y así fue.
En un momento, el de boina se pone serio y dice con frialdad:
-Usted ha muerto. Entiendo que lo sabe.
-(Pausa) No lo sé - responde el hombre, asombrado.
-¿Recuerda el golpe de hoy a la mañana?
-Perfectamente. Y estoy bien.
-Está más que bien. Toque su cabeza. No encontrará sangre ni traumatismo alguno.
-Pero trabajé después del golpe.
-Sí. Es una forma de ver las cosas.
El protagonista toma conciencia de su propia muerte. No puede llorar ni tiene tiempo para eso. Con sabiduría, pide un último deseo. El viejo apaga el cigarro y duda un instante, pero accede. Luego se despide y se pierde entre la blancura del lugar.
El padre hace una pausa, quiere continuar pero no puede. Su hijo, entre el sueño y el suspenso, lo mira con sorpresa y reclama:
-Papá, ¿qué deseo pidió el hombre?
Con lo que queda de voz, el papá responde:
-Despedirme de mi hijo. Te amo Joaquín. Tené fuerza, cuidá a tu mamá, estudiá mucho. Siempre voy a estar con vos.
Y con lágrimas en los ojos, desapareció.